¿Qué les digo a los chicos? ¿Les diré que sean honestos y derechos, o que aprovechen cada ventaja de la vida? ¿Mística o pragmatismo? ¿Será equivocado inculcarles valores que el mundo parece despreciar?
¡Tanta infundada preocupación! Los hijos escuchan lo que les decimos, pero aprenden de lo que hacemos o dejamos de hacer. Cada pequeña acción, cada gesto, el tono de una respuesta, la inconsistencia entre dichos y hechos... nada escapa del atento escrutinio de esas personitas que la vida ha puesto a nuestro cargo.
Desconsiderados intrusos que demandan nuestro tiempo y atención hasta cuando no nos queda resto, escasos en años y en tamaño pero colmados de humana complejidad, los hijos invaden nuestra privacidad, desarticulan nuestros planes y desvían nuestra brújula hacia nuevos puntos cardinales.
Quisiéramos que estos repositorios inocentes de nuestros anhelos incumplidos sigan las sendas que hemos idealizado y que deseen lo que nos resulta más deseable, pero ellos tienen sus propios sueños y deseos, y deberán encontrar su propia senda.
Una y otra vez intentamos usar nuestra experiencia para protegerlos de los golpes, pero hay cosas que solo se aprenden tropezando, y los acertijos de la vida no tienen una única respuesta.
¡Maravillosos cachorros! Aprendemos de ellos, o con ellos, más que lo que enseñamos. En sus voces nuestras palabras adquieren una nueva perspectiva, y sus necesidades y desafíos nos hacen replantear ideas y sentimientos sedimentados tras años de rutina.
Nuestros hijos nos necesitan porque les señalamos el camino. Nosotros los necesitamos más aún, porque ellos son nuestra huella.
| What do I tell the kids? Do I tell them to be honest and upright, or to seize every advantage in life? Mysticism or pragmatism? Would it be wrong to instill in them values that the world seems to despise?
So much groundless worry! Children listen to what we say, but they learn from what we do or fail to do. Every little action, every gesture, the tone of a response, any inconsistency between words and deeds…nothing escapes the keen scrutiny of these miniature people who life has placed in our care.
Children are inconsiderate intruders, young in age and short in stature but full of human complexity, who ceaselessly demand our time and attention until we are limp and worn out. They invade our privacy, upset our plans and send our compass veering off in new directions.
How we would love for these innocent repositories of our unfulfilled hopes and longings to follow the paths that we have idealized and to yearn for what we find most desirable; but they have their own dreams and wishes, and they must find their own way.
Time and time again we try to use our experience to protect them from life’s blows; but some things can only be learned by stumbling, and there is no single, right answer to all of life’s riddles.
Wonderful tykes! We learn more from them, or with them, than we teach. Their voices give our words a new perspective, and their needs and challenges force us to take a new look at ideas and feelings laid down through years of routine.
Our kids need us because we show them the way, but we need them even more, because they are the footprints we leave behind.
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